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le calmará a usted. Mañana, entre la una y las dos, yo arreglaré sus asuntos.

Pasé una noche peor que las noches de mi cautiverio. Harris durmió conmigo; es decir, no durmió.

Oíamos los coches del baile, que bajaban por la calle de Hermes con sus cargas de uniformes y galas femeninas. Hacia las cinco, la fatiga me cerró los ojos.

Tres horas después, Dimitri entró en mi cuartodiciendo:

¡Grandes noticias!

—¿Qué pasa?

—Sus inglesas acaban de marcharse.

—¿Para dónde?

—Para Trieste.

—¡Desgraciado! ¿Estás seguro de ello?

—Yo mismo las he llevado al buque.

—Pobre amigo mio,—me dijo, estrechándome las manos—; el agradecimiento se impone; pero el afecto no admite mandatos.

—¡Ay!—exclamó Dimitri. En el corazón de este muchacho parecia encontrar eco mi infortunio.

Desde aquel día, caballero, he vivido como los animales: bebiendo, comiendo y aspirando el aire. Envié mis colecciones a Hamburgo sin una sola flor de Boryana variabilis. Al dia siguiente del baile, mis amigos me condujeron al barco francés. Creyeron prudente que hiciésemos el viaje por la noche, temerosos de encontrar los soldados del señor Pericles.

Llegamos sin obstáculo al Pireo. Pero, a veinticinco brazas de la orilla, media docena de fusiles invisi-