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ITO 27 una palabra de censura para los matadores. «¿Qué quiere usted?—decia con encantadora sencillez—; es su oficio.» Todos los griegos comparten un poco la opinión de nuestro patrón. No es que los bandidos perdonen a sus compatriotas y guarden sus rigores para los extranjeros; pero un griego despojado por sus hermanos se dice con cierta resignación que su dinero no sale de la familia. La población ve que los bandidos, le roban como una mujer del pueblo siente que le zurra su marido: admirando lo bien que pega. Los moralistas indígenas se quejan de todos los excesos cometidos en el campo, como un padre deplora las calaveradas de su hijo. Le regaña en voz alta, pero le ama por lo bajo; sentiria mucho que se pareciese al hijo del vecino, del que nunca ha hablado la gente.

Tan exacto es esto, que, en época de mi llegada, el héroe de Atenas era precisamente el azote del Atica. En los salones y en los cafés; en las barberias, donde se reúne la gente humilde, y en las boticas, donde se congregan los señoritos; en las calles fangosas del bazar, en la plaza polvorienta de la Bella Grecia, en el teatro, en la música del domingo, y por el camino de Patissia, no se hablaba más que del gran Hadgi—Stavros, no se juraba más que por Hadgi—Stavros: Hadgi—Stavros, el invencible; HadgiStavros, el terror de los gendarmes; ¡Hadgi—Stavros, el rey de las montañas! Se hubiese podido hacer —¡Dios me perdone!—la letania de Hadgi—Stavros.

Un dia que John Harris comía con nosotros, era poco después de su aventura, llevé al buen Cristó