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en una emboscada. Dos bandidos, pistola en mano, les detienen en la mitad de un puente. Miran a su alrededor y ven a sus pies, en el barranco, una docena de granujas, armados hasta los dientes, que custodiaban a cincuenta o sesenta prisioneros. Todo el que había pasado por allí había sido desvalijado y atado después, para que nadie corriese a dar la alarma. Harris estaba sin armas, como su sobrino.

Le dijo en inglés: «Echemos el dinero; no se deja uno matar por veinte dólares.» Los bandidos recogen los escudos sin abandonar la brida de los caballos, y después, mostrándoles el barranco, les indican por signos que es preciso bajar. Esta perspectiva le hace a Harris perder la paciencia; le repugna verse atado; no es de la madera de que se forman los haces. Dirige una mirada al pequeño Lobster, y en el mismo instante dos puñetazos paralelos caen como dos bombas sobre las cabezas de ambos bandidos. El adversario de William cae de espaldas, descargando su pistola; el de Harris, lanzado más rudamente, pasa por encima del pretil y va a caer en medio de sus compañeros. Harris y Lobster estaban ya lejos, reventando sus cabalgaduras a fuerza de espuelas. La banda se levanta como un solo hombre y dispara con todas sus armas. Los caballos caen muertos, los jinetes se desembarazan de ellos, hacen uso de sus piernas y van a avisar a la gendarmeria, que se puso en camino dos dias después, de madrugada.

Nuestro excelente Cristódulo supo con verdadera pena la muerte de los dos caballos; pero no encontró