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cho progresos. Con lo cual, querida hija, te beso muy tiernamente, y te envio con el trimestre de tu pensión mis bendiciones paternales.» La señora de Simons se inclinó hacia mi y me dijo al oido:

—¿Es nuestra sentencia lo que dicta a sus bandidos?

Yo respondi:

—No, señora. Escribe a su hija.

¿A proposito de nuestra captura?

— A propósito de piano, de crinolina y de Walter Scott.

—Esto puede durar mucho tiempo. ¿Va a invitarnos a almorzar?

Ah está ya su criado, que os trae refrescos.

El cafedgi del Rey estaba ante nosotros con tres tazas de café, una caja de rahat—lukum y un tarro de dulces. La señora Simons y su hija rechazaron el café con repugnancia, porque estaba preparado a la turca y turbio como papilla. Yo vacié mi taza como verdadero bebedor del Oriente. El dulce, que era sorbete de rosa, no obtuvo más que un éxito mediano, porque tuvimos que comerlo los tres con una sola cuchara,. Los delicados lo pasan mal en un país de costumbres sencillas. Pero el rahat—lukum, cortado en pedazos, halagó el paladar de las damas, sin chocar demasiado con sus costumbres. Se aplicaron con muy buena gana a esta jalea de almidón perfumado, y vaciaron la caja hasta el fondo mientras el rey dictaba la carta siguiente:

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