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alegre sol de mediodía, el aire de Colca, diáfano y azul, se saturó de sangre y de tragedia. Unos gallinazos revolotearon sobre el techo de la iglesia.

El médico Riaño y el gamonal Iglesias salieron de una bodega de licores. Poco a poco fue poblándose de nuevo la plaza de curiosos. José Marino buscaba a su hermano angustiosamente. Otros indagaban por la suerte de distintas personas. Se preguntó con ansiedad por el subprefecto, por el juez y por el alcalde. Un instante después, los tres, Luna, Ortega y Parga surgían entre la multitud. Las puertas de las casas y las tiendas, volvieron a abrirse. Un murmullo doloroso, llenaba la plaza. En torno a cada herido y a cada cadáver se formó un tumulto. Aunque el choque había ya terminado, los gendarmes y, señaladamente, el sargento, seguían disparando sus rifles. Autoridades y soldados se mostraban poseídos de una ira desenfrenada y furiosa, dando voces y gritos vengativos. De entre la multitud, se destacaban algunos comerciantes, pequeños propietarios, artesanos, funcionarios y gamonales —el viejo Iglesias a la cabeza de éstos— y se dirigían al subprefecto y demás autoridades, protestando en voz alta contra el levantamiento del populacho y ofreciéndoles una adhesión y un apoyo decididos e incondicionales para restablecer el orden público.

—Han sido los indios de puro brutos, de puro salvajes —exclamaba la pequeña burguesía de Colca.

—Pero alguien los ha empujado —replicaban otros—. La plebe es estúpida, y no se mueve nunca por sí sola.

El subprefecto dispuso que se recogiese a los muertos y a los heridos y que se formase inme-