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pegadas con goma unas fotografías arrancadas de Variedades, de Lima. Los tres hombres hablaban misteriosamente y en voz baja. Con frecuencia, callaban y aguaitaban con cautela entre los magueyes de la puerta, hacia la rúa desierta y hundida en el silencio de la puna. ¿Qué insólito motivo había podido juntar en un ambiente semejante a estos hombres tan distintos unos de otros? ¿Qué inaudito acontecimiento había sacudido a Benites, al punto de agitarlo y arrastrarlo hasta el humilde apuntador y, lo que era más extraño, hasta Servando Huanca, el herrero rebelde y taciturno? ¿Y cómo, de otra parte, había ido a parar Huanca a Quivilca, después de los sucesos sangrientos de Coica? ¿Estamos, entonces, de acuerdo? preguntó vivamente Huanca a Benites y al apun-

tador.

Benites parecía vacilar, pero el apuntador, en tono de plena convicción respondía:

— ¡Ya

lo creo!

¡Yo estoy completamente con-

vencido!

Servando Huanca volvió a la carga sobre Benites. Pero, vamos a ver, señor Benites. ¿Usted no está convencido de que los gringos y los Marino son unos ladrones y unos criminales, y que viven y se enriquecen a costa de la vida y la sangi'e de los indios? Completamente convencido dijo Be-

— —¿Entonces?

nites.

Lo mismo, exactamente lo mismo sucede en todas las minas y en todos los países del mundo: en el Perú, en la China, en la India, en África, en Rusia.

—Pero

no en

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Estados Unidos, ni en Inglaterra, ni en Francia, ni en Alemania, porque allí los obreros y la gente pobre está muy bien. los

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