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quis, las autoridades y los grandes hacendados del Cuzco, de Coica, de Accoya, de Lima y de Arequipa. Sí. Ahora los recordaba Benites. Una vez, en una hacienda de azúcar de los valles de Lima, Leónidas Benites se hallaba de paseo, in-

vitado por un colega universitario, hijo del propietario de ese fundo, senador de la República éste y profesor de la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional. Este hombre, célebre en la región por su despotismo sanguinario con los trabajadores, solía levantarse de madrugada para vigilar y sorprender en falta a los obreros. En una de sus incursiones nocturnas a la fábrica,

acompañaron su hijo y Leónidas Benites. La fábrica estaba en plena molienda y eran las dos de la mañana. El patrón y sus acompañantes se deslizaron con gran sigilo junto al trapiche y a las turbinas, dieron la vuelta por las máquinas wrae y descendieron por una angosta escalera a la sección de las centrífugas. En un ángulo del local, se detuvieron a observar, sin ser vistos, a los obreros. Benites vio entonces una multitud le

de hombres totalmente desnudos, con un pequeño taparrabo por toda vestimenta, agitarse febrilmente y en diversas direcciones delante de enormes cilindros que despedían estampidos isócronos y ensordecedores. Los cuerpos de los obreros estaban, a causa del sofocante calor, bañados de sudor, y sus ojos y sus caras tenían una expresión angustiosa y lívida de pesadilla. ¿Qué temperatura hace aquí? preguntó

— — —Unos 48 a 50 grados — dijo patrón. — ¿Y cuántas horas seguidas trabajan estos hombres ^ —De de tarde a de mañana. Benites.

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Pero ganan una prima.

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