crimen, la espantosa denegación de justicia que afecta profundamente a nuestra Francia.
Quisiera hacer palpable cómo pudo ser visible el error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam, y cómo los generales Mercier, Boisdeffre y Gouse, sorprendidos al principio, han ido poco a poco comprometiendo su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible. Desde luego sólo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieron a las pasiones religiosas del medio y a los prejuicios de sus investiduras. ¡Y vayan siguiendo las torpezas!
Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de guerra, exigen el secreto más absoluto. Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Nôtre Dame de París, no se hubieran adoptado mayores precauciones de silencio y misterio. Se susurran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente, la Nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudirá la degradación pública, gozará viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos... ¿Luego es verdad que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda la Europa y que ha sido preciso para evitar grandes des-