no recuerda la Lied von Rheim, de Matzerath, cuando dice:
Mein Heimatland, ó du herrlicher Rehin!,
Acaso en estas semejanzas, y más que nada en la forma especial que revisten los versos de este libro, encuentren algunos algo que censurar. Por mi parte confieso que, acostumbrado como estaba, y como están casi todos los españoles, a considerar los versos como música, me costó algún trabajo el aprender a estudiarlos como escultura. Encariñado el oído con la ingénita cadencia que nuestra lengua, armoniosa sobre todas (aunque alguien se escandalice al leerlo), imprime a la poesía, a duras penas se resigna a prescindir de cesuras y asonancias; conseguido esto, sin embargo, encuéntrase luego solaz y encanto en esos que antes parecían inarmónicos acordes.
Más bien que en esto, hallo yo pecado en el amargo desencanto, no sistemático, sin duda, sino espontáneo, que impera en todo el libro, desencanto y amargura que hace que la autora juzgue alguna vez con equivocado criterio las cosas y los hechos. Tiene, sin embargo, esta falta muy atendible explicación: cuando el espíritu y el cuerpo están atormentados por acerbísimos dolores, abundan las sombras en los ojos y en el alma, que es el pesar obscuro, prisma que todo lo ennegrece. Fuera de esto, son estas poesías de primer orden, y bastarían por sí solas para dar a su autora el merecidísimo renombre de que goza. Escritas con asombrosa facilidad, con una