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XXI
Prólogo

pues todo su amor, todo su cuidado, todos sus afanes, puso en la crianza de aquellos hijos de su corazón, quienes no le dejaban momento libre para otra cosa. ¡Santo ministerio, ocupación amorosísima!

En su indiferencia por los triunfos literarios, nada le importaba que éstos se apagasen. Confiaba, sin embargo, en que no habiendo dicho todavía todo de lo que se sentía capaz, aun podría aprovechar el descanso y quietud que debían llenar sus horas, cuando en la plenitud de sus facultades, dueña de sus «gloriosos empeños», le fuese posible producir y legar a la posteridad los logrados frutos de su genio. No lo quiso el Cielo. Al cerrar sus ojos para siempre, pudo muy bien exclamar, pues estaba por entero en conformidad con ellas, estas amargas palabras: «¡Oh desgraciada raza humana!: el reposo te es desconocido y solamente gozas de él cuando devoras el polvo del sepulcro. ¡Amargo, amargo es este reposo! ¡Duerme, difunto! ¡Llora tú, el que sobrevives!»