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XXII
Prólogo

En el eterno reposo, muchos de los suyos le habían precedido. En el cementerio en que tuvo momentáneo asilo descansaban mezclados con los que habían sido sus servidores. Nada los diferenciaba. Unidos, igualados por la muerte, el señor y el campesino dormían el mismo sueño en una misma tierra.

Desde las ventanas de su casa veía Rosalía el atrio y los olivos que lo sombreaban, y dirigía diariamente hacia aquellas soledades sus recuerdos y sus oraciones, bien ajena, por cierto, de que pronto hallaría allí su sepultura. Poco tiempo antes, como quien une en un santo amor la memoria y los afectos pasados, quiso que se cantase una misa por todos ellos en aquella iglesia solitaria — ella también ejemplo de lo pasajeras de las grandezas humanas —, y allá fué a oiría. Yo la vi marchar rodeada de todos sus hijos, por la vía inundada de sol, de paz y de la hermosura de que están llenos unos campos que amó como si le hubiesen tocado en herencia. Al salir del templo besó una sepultura y con ella cuantas en el atrio encerraban algo suyo, y entró después en su casa contenta porque había orado por los que