adquieren mayor auge cuando malas en el carácter de sus desventurados sucesores.
La dignidad real del César queda en Felipe IV reducida algunas veces á pueril vanagloria, la firmeza de la voluntad á obstinación impolítica y el fervor religioso del vencedor de Mulrbergh aparece transformado en supersticiosa melancolía cuando se apodera del alma enferma de Carlos II.
De la misma manera la prudencia, en más de una ocasión inoportuna que constituye la base del temperamento austero de Felipe II, raya en indecisión y apatía en su nieto que, deslumbrado por la próxima gloria del fundador de El Escorial, no es tan diligente para empuñar el acero como para inundar de apostillas las Memorias á Su Majestad elevadas por los Reales Consejos. ¡Acaso la presencia del Monarca en Barcelona al frente de tropas leales á raíz del asesinato del segundo conde de Santa Coloma D. Dalmau de Queralt, hubiera ganado las voluntades de los