la docta gente, requerido por cuantos dilatan por los vertientes de los Andes el habla de Quevedo, para aleccionar con sus amenas enseñanzas al mundo americano; todo contribuía á transformar en Aristarco intratable al ingenio inmortal que en deliciosos relatos llenos de luz, de melodía y de frescura supo describir las pompas del culto impuesto por las teogonias del maravilloso Oriente; al risueño observador que comenta con sana é indulgente alegría las debilidades de la cara mitad del género humano; al elegante filósofo que digiere, transforma y después vierte en páginas sublimes el jugo de las consoladoras doctrinas de los místicos contemporáneos de Teresa de Jesús; al constante amigo de la juventud que, á diferencia de desvanecidos sabios oficiales de menor cuantía, no desdeña el prestar á la juventud alientos ni cree menoscabar la propia gloria si toma en serio los atrevimientos de la intuición ó los desafueros de la inexperiencia.
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