de tunas y dos ó tres chozas de gente miserable. La noche memorada y á la hora dicha se presentaron dos montados delante de una de esas cabañas. Estaban empapados de pies á cabeza y temblaban de frío, y los caballos daban señales de estar muy cansados. Es excusado decir que eran don Bonifacio y Juanita, que siguiendo siempre el dilatado camino vecinal del occidente habían venido á caer aquí.
— ¡Casero! gritó don Bonifacio, ¡casero! ¡casero!
Al tercer grito contestó una voz de hombre soñoliento desde el fondo do la choza: —¿Quién es?
— Un caminante.
— ¿Qué quiere?
— Que me guíes hasta el puente de La Delicia.
— No puedo.
— Pues hasta el de Atocha.
— No puedo.
— Mira que no lo harás debalde: te pagaré una peseta.
— Aunque me pague un peso. ¿Y para qué quiere irse por La Delicia ó por Atocha?
— Pues, hombre, ¿para qué ha de ser sino para pasar á Ambato?
— Si Ud. quiere pasar volando...
— ¿Cómo es eso?
— Quiero decir que no hay puentes: ambos se los llevó la avenida.
— ¡Diajos! Juanita, nos amolamos.
— No ha quedado, añadió el casero, otro paso que la tarabita de Pishilata.
— ¡Linda noticia! ¿y quién da esa vuelta?
— Pue» no la dé.
— Díme, amigo, ¿va mucha agua fuera del socavón?
— Bastante.
— ¿Se puede vadear?
— ¿Qué sé yo?
— Pero, hombre, si va mucha agua...
— Pues, señor, si va mucha agua, no se vadea.
Don Bonifacio guardó un momento de silencio. El caso era apurado, aunque podía vencerlo con sólo quedarse á pasar la noche en la quinta de Atocha, donde yo residía con mi madre y mi abuela, que eran tan bondadosas y habrían acogido con gusto á los dos caminantes. O no se lo ocurrió ó no quiso don Bonifacio adoptar este medio, y sesgueando á la izquierda por unas torcidas callejuelas de cabuyos, descendieron al río, él delante, Juanita detrás, muda, triste y aterrorizada. Detuvíéronse á la orilla del brazo de río que arrancaba de la boca del socavón. Allí, en medio del pequeño semicírculo que forma dicho brazo para juntarse con el río principal, y en medio de unos árboles de molle y capulí