a través de los agujeros de la puerta y sentíla inquieta en su cama.
Varias veces ví que se bajaba y abría la puerta que daba al patio.
— ¡Oh! ¡Ella me ha de buscar!... —me decía temblando de gozo...
Ella me ha de buscar.
Y confiaba en los efectos del saúco sin notar que mi padre mis tíos, mi madre, todos en fín, habían abierto las puertas de sus cuartos a altas horas de la noche.
¡Qué revolución al día siguiente en la casa!
Todos los habitantes mayores de edad andaban enfermos del estómago y yo, sin notarlo, continuaba a la espectativa del primer llamado que me hiciera mi adorada.
Como el hecho no se produjera, al medio día entré a la cocina a echar en la caldera mi yerba milagrosa.
Al ir a hacerlo, fuí sorprendido por la cocinera que inmediatamente fué a avisárselo a mi madre.
— Señora, el niño Francisco echa saúco en las calderas... ¡yo lo he visto con estos ojos