una emoción desconocida paralizaba mis miembros.
Mis manos temblaban, y mi corazón lo sentía latir como nunca ¡la sangre me comenzó a subir a la cabeza y noté que mis mejillas ardían y mi boca se secaba al calor de aquel fuego de que era presa.
Lejos de hacerme experimentar cosquillas las caricias de mi confesor, me producían una sensación voluptuosa que apesar de mi turbación me deleitaba.
Largo rato estuvo besándome y yo devolviéndole sus besos; sus manos temblaban tantos como las mías.
De reprente mi boca se unió a la suya ardientemente y casi a mi pesar; algo como una nube pasó sobre mí y creo que me desmayé.
Solo sé que perdí la noción de mi propio ser y que en ese momento dí besos como jamás los he dado.
Me parece innecesario decirle que desde esa tarde me confesé todos los días en la Secretaría, con la puerta cerrada.
A los seis meses de confesión continua abandoné furtivamente esta ciudad acompa-