Y yo tampoco era lo que soy ahora: este reumatismo que a veces me pone de mal humor no sabía que existiera; la calva que me deja enfriar los sesos no era aún ni proyecto; y lo que es estas mis barbas canas no alcanzaban aún ni a la modesta forma de pelusa.
Figúrense que solamente tenía doce años, y ya pueden verme como a uno de tantos de la misma edad: largurucho, medio pálido, con una voz entre falsete y contrabajo y con más viento en la cabeza que el que encierra un globito de goma.
Porque eso sí, para enriscado ahí estaba yo.
Las muchachas de la familia decían siempre, que era lo más metido.
Esta, hoy señora de López, que entonces era solamente Ernestina, visitaba con frecuencia a sus hermanas y a mí me cautivaba con sus monerías.
Ella como toda las muchachas —porque así son todas; por tener un mozo aunque sea de palo, como los caballos que suelen desear los bebés, se mueren— alentaba mi simpatía.
Me trataba como a un hombre hecho y derecho; me regalaba flores y no me llamaba