No se porqué, pero el hecho es que cuando yo tenía diez años nada había que me distrajera más que mirar a mi tía Candelaria.
Tenía doble edad que yo y era una muchacha alta, gruesa, bien formada y llena toda ella de una gracia especial.
Me recuerdo que los hombres en la calle no podían mirarla sin chuparse los labios.
A mí me causaba delicia ver los pelitos rubios, encrespaditos, que tenía tras de la oreja, sus labios rojos, sus dientes blancos como su rostro y, sobre todo su pechera, su hermosa pechera en la cual me gustaba tanto recostarme, probablemente debido a los perfumes de que la saturaba y que yo aspiraba con fruición.
Confundiendo ella su placer con el cariño, buscaba siempre ocasión de acariciarme y yo no perdía medio de conquistarme sus caricias, sus caricias que me hacían venir ganas de estirarme como los gatos cuando se les rasca la barriga.
Un día a esa ardiente hora de la siesta, en que es quemante hasta la luz, se encerró conmigo en el comedor con el objeto de que no anduviera al sol mientras mis padres dormían. La inacción hizo que el sueño me