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ne blanca, tersa y satinada, coronados con una mancha roja semejante a una hoja de rosa.

Ignoro como fué pero el hecho es que no atiné ya a guardar reservas y que le dí un beso en aquel surco blanco que separaba aquellas hinchazones que me atraían; después... después, lamenté no tener dos bocas para acercarlas a un tiempo a las hojas de rosa!

El furor de mis besos la despertaron, después de dar un gran suspiro y dejar caer sus blancos, mórbidos y torneados brazos a lo largo de su cuerpo.

Aún recuerdo la expresión de asombro con que me miró y la vergüenza que me produjo esa mirada obligándome a taparme la cara con las manos.

—Picaro... zafado... exclamó mientras reparaba el desorden introducido por mí en sus ropas... luego verás con tu padre!

Me eché a llorar desconsoladamente y ella sin piedad se levantó, abrió la puerta y me hizo salir afuera dándome un suave pellizco en el pescuezo.