na del pensamiento, unos verdaderos títulos de la aristocracia intelectual con grandeza de primera clase, cuyos nombres constan en la Guía de forasteros de la cultura suramericana.
Y no solamente representan su voluntad y su pensamiento: son también la expresión del pensamiento y la voluntad de los pueblos en que han nacido, que, á su vez, constituyen la aristocracia de las naciones.
Ya sé que no ostentan actas ni credenciales, pero no importa la ausencia de tan triviales formalidades. Las sociedades políticas se hacen representar en el extranjero por agentes diplomáticos; el genio de los pueblos se acredita mediante embajadores intelectuales.
Mientras Francia necesita sostener en Europa quince legaciones, Víctor Hugo la representaba á un tiempo en dos continentes; mejor que todas las embajadas, nos ha representado Echegaray con su teatro triunfante en medio mundo; mejor, mucho mejor que todos los ministros enviados á la Casa Blanca, representó en Wáshington á Sur América el doctor Sáenz Peña, cuando en el Congreso panamericano opuso al codicioso y grosero estribillo de Monroe el generoso concepto de «América para la humanidad».
No, no son medianías vulgares los conferenciantes del Victoria: son los escogidos de la intelectualidad latinoamericana; y si la causa