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A LA LAGUNA NEGRA

Llegamos al lugar que ántes habíamos escojido para descansar, i soltamos, unos momentos, las mas que fatigadas cabalgaduras.

El pobre muchacho nos esperaba hacia tiempo, i temia nos hubiera sucedido algo. Habia encendido unos cuantos trozos de turba, creyendo que pasaríamos allí la noche, lo que indudablemente hubiéramos hecho, a no impedírnoslo el cuidado en que podian estar nuestros compañeros i la falta absoluta de abrigos.

Corria un viento récio i helado que nos trasminaba hasta los huesos.

Como nos quedaran algunos pedazos de charqui que el pobre muchacho habia guardado, hicimos una comida mas que lijera, arreglamos algunos instrumentos en una mula, el barómetro me lo eché a la espalda, el comandante tomó el cronómetro, i continuamos nuestra interrumpida marcha.

Al este, algunos elevados cerros aparecian aun iluminados por los rayos crepusculares del sol; a nuestro frente, la base de la montaña no nos ofrecia mas que un negro manto, pero en sus cimas aparecia una faja arjentada: era la pálida luna que asomaba por el oriente, al mismo tiempo que el sol se hundia en su lecho de esmeraldas.

Detuvimos un momento nuestros caballos para admirar ese encantador fenómeno que nos ofrecia el acaso: la aparicion de la luna.

Los pálidos rayos del astro de la noche alumbraban las nieves que serpentean en las cimas de los Andes, convirtiéndolas en largas e imponentes fajas

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