de ópalo i plata que envolvian silenciosamente los flancos de la montaña, i sus múltiples lentejuelas adiamantadas dejaban brillar pulidas i luminosas claridades, como si fueran movidas por las manos de alguna hada.
Poco a poco la claridad descendió hasta el valle donde reinaba un silencio de muerte, interrumpido solo por el quejido de las aguas al estrellarse contra las rocas, i el lamento del viento al introducirse en las profundas grietas.
Cuando pasamos por esa parte del valle, que un gran derrumbe o las convulsiones plutónicas del San José han convertido en ruinas, nos creimos en medio de mi cementerio, cuyas fantásticas lápidas eran levantadas por algun jenio infernal, para aterrorizar a los impíos que se atrevian a ultrajarlas.
El espíritu sufria i admiraba ese cuadro impregnado de una poesía aterradora.
Pasamos el rio frente a las Yeseras i tomamos la falda de los cerros del sur, pues el guia nos dijo que por ahí acortábamos el camino. No sé si así fuera, pero nos vimos metidos en verdaderos precipicios i, a cada instante, amenazados por las rocas i nieves que se desprendian de las cimas. Los caballos marchaban con suma dificultad, i a cada paso teniamos que detenernos para salvar algun peñasco atravesado en el angosto sendero.
Por fin, salimos de este desfiladero, que de tiene nada que envidiar a los mas renombrados de las Alpujarras, i que, si no es del infierno, es de Satanás, i bajamos nuevamente al valle para volver a