para no distraer al que escribia, que, como se habrá comprendido, no era otro que nuestro actual intendente.
—Pero, hombres!—dijo éste de pronto i terminando su trabajo,—parece, al verlos así, que asistieran ustedes a un entierro: llegan, apénas si saludan, hablan casi en secreto, lo mismo que si vinieran a dar un pésame.
—Qué quiere, señor? respondióle un joven de morena tez, de no mui alta estatura, carácter franco i alegre, i que mas tarde era conocido de sus compañeros bajo el nombre de almirante, qué quiere? por no interrumpirle i a mas todavia no se nos ha espantado el sueño de la madrugada.
—I ya estamos todos?
—Todos.
—Bueno. I los carruajes, están listos?
—Hace como un cuarto de hora a que llegaron.
—Entónces vamos haciendo cargar los instrumentos i equipajes, i tomemos una taza de café ántes de partir.
En esos momentos llegó un joven como de veinte a veintidós años, de tez pálida, ojos i cabellos negros, porte elevado i aristocrático. Un lijero bozo asomaba en su labio superior.
—Os presento a lord Cochrane, dijo el intendente, señalando a todos el recien venido. También vá con nosotros, como ya saben ustedes, pues no quiere desperdiciar de hacer un viaje a los Andes, atalayas de las glorias de su abuelo.
El equipaje de cada uno consistia en uno o dos