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A LA LAGUNA NEGRA

llos se hundian hasta mas arriba de las rodillas i, una vez pasado el último, ya se habia borrado la senda que veniamos de atravesar. En otros puntos, esos senderos se desmoronaban, haciéndonos perder la mitad de lo que habiamos subido, pues hubo vez que corrimos junto con esos rodados no ménos de cinco metros. Puntos tambien habia en que ni siquiera se distinguia las huellas de algún animal. La respiracion era difícil i aquello era peor que un desierto bajo un sol abrasador i sin sus mirajes siquiera.

Cuando trepábamos hasta la cumbre de uno de estos cerros tomábamos aliento para proseguir con otro: la tal cuesta era un mar de lomas i empinados picachos, en cuyo centro, haciendo las veces de isla, habia un pequeño charco de poca profundidad, pero que en invierno aumenta notablemente de volúmen. Este charco, llamado Laguna Verde, es una taza formada al pié de los cerros de la cuesta del Inca, verdadero recipiente que es mas que probable que por infiltraciones a traves de sus diques arenosos vaya a aumentar las aguas del Yeso. Ni un pájaro, nada, animaba la superficie tranquila de sus aguas.

Seguimos faldeando otro cerro completamente pulverizado, por decir así, o destruido por la accion de las nieves i cuya altura no bajaria de ochenta metros.

Llegados a su cresta, quedamos jenerosamente recompensados de las fatigas de la ascension. Como Moises desde el Sinaí, veiamos la tierra prometida—la Laguna Negra—con la ventaja sobre el gran le-