124 Margarita Eyherabide
— Buen Panehito, ¿eres tú? — exclamó aquí, el joven observando una sombra que se aproximaba, entre los árboles.
— A semejante hora ¿quién más que yo? — con- testó Pancho, haciéndose un basilisco.
Amir se dió cuenta de que no se escaparían sus oídos, de un chaparrón de palabrería picante.
— Vamos — murmuró sin detenerse.
Y de nuevo, en el silencio de la noche, escuchóse el galope de dos caballos.
Luego cesó de improviso; —los jinetes habíanse apeado y llevaban los caballos de la brida.
Cuando llegaron á la caballeriza de la casa blan- ca, Amir puso las riendas de Ninón en manos de su compañero. Y pasó de nuevo la tapia del jardín, entró en el corredor, pasó la puertecilla excusada, y se encontró en la pieza contigua á su dormitorio.
El joven puso la llave en la cerradura y la puerta se abrió.
Franqueó el dintel... y lanzó un grito de sor- presa.
Sentada en un sillón, á los pies de la cama, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro lleno de lágrimas, doña Jova tenía un libro sobre las rodillas y parecía dolorosamente afectada y entre- gada con gran desconsuelo á la meditación.
— ¡¡Mamá!! murmuró el joven admirado y confuso.
— ¡Hijo! — y la pobre madre, que esperaba poder espetar á su hijo un oportuno sermón, al verle, dejó que por sus mejillas corrieran más ace- leradamente las lágrimas.
— Mamá ¡te pido perdón! murmuró el joven, avergonzado.