126 Margarita Eyherabide
siempre, á pesar de todo — y en un apasiona- miento sublime, apretó contra su seno la juvenil cabeza y prodigóle caricias, como en una despedida suprema...
— ¡Á pesar de todo!... ¡Ah! deja, madre que- rida que comparta contigo mi secreto, deja que te diga lo que mi corazón no puede guardar para tí, para tí que eres mi madre, para tí que eres la dicha de mi vida... Tú y ella, las dos,... madre de mi alma, tú y ella, ¿entiendes? Ella, la amada de mi corazón, la esposa de mi alma. la compañera de mi vida; tú, la madre, la adorada, la viejecita, la ido- latrada por los dos.
— Oh, lo adivinaba! ¡Mi hijo!...
El joven permaneció un minuto, estupefacto, al comprender el nuevo dolor de su madre. Su acento revelaba una lucha nueva.
— ¡Es un ángel! — murmuró.
— ¿Un ángel? y doña Jova añadió con acento indefinible: Ama á los ángeles con la cabeza y no guardes imagen ninguna, predilecta, en el fondo del corazón.
— ¿Qué dices, madre? Si ya he hecho un san- tuario, de mi pecho, ¿cómo quieres que lo saerifique, inmolando la fe, que es la ventura ?
— ¡Ah! murmuró doña Jova, de nuevo bañado en lágrimas el rostro. ¡¡Eres demasiado joven, hijo mío!! ¡demasiado joven! ¡Y yo esperaba ya, esto!
— Mamá... ¡mamá! ¡vuelve en tí! ¡razona! ¿Qué culpa tengo yo de mi juventud? ¿qué culpa tengo de que mi corazón se haya sentido inelinado al cari- ño de una mujer?
— ¡Oh! murmuró deña Jova ¡cúlpalo á la fata- lidad que se agita en el seno de la madre y que se