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no por esto deja de ser siempre más eficaz la sonrisa indulgentemente burlona del fabulista que la voz severa y los ojos redondos del pedante.

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También te diré, lector, el porqué del título.

Estábamos un día en un corral de ovejas arreando despacio los animales al chiquero, y nos hablaba un compañero de un sujeto á quien habían explotado muy feo los mismos que, bajo forma de habilitación, parecían ayudarle, cuando lo interrumpí diciendo: «¡claro! pues: el hombre dijo á la oveja...».

Y un gaucho, un peón, que caminaba algunos pasos delante de nosotros, al momento dió vuelta la cabeza y alargó el pescuezo, prestando con interés el oído en espera del resto. No seguí ese día, porque no había tiempo, pero la mirada hambrienta de cuentos de ese hombre había bastado para que me decidiera á juntar todos los que andaban sueltos en el cajón de mi mesa y también en mi cabeza, haciendo de ellos el modesto lío que aquí te ofrezco.

Y si también las llamé Fábulas argentinas, es que, aunque lo mismo pueden ser de apli-