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Página:Facundo - Domingo Faustino Sarmiento.pdf/250

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Domingo F. Sarmiento

blica Argentina está ya terminada, y que sólo la existencia del execrable tirano que ella engendró estorba, que hoy mismo entre en una carrera no interrumpida de progresos que pudiera envidiarle bien pronto algunos pueblos americanos. La lucha de las campañas con las ciudades, se ha acabado; el odio á Rosas ha reunido á estos elementos; los antiguos federales y los viejos unitarios, como la nueva generación, han sido perseguidos por él y se han unido.

Ultimamente, sus mismas brutalidades y su desenfreno lo han llevado á comprometer la República en una guerra exterior en que el Paraguay, el Uruguay, el Brasil, lo harían sucumbir necesariamente, si la Europa misma no se viese forzada á venir á desmoronar ese andamio de cadáveres y de sangre que lo sostiene. Los que aún abrigan preocupaciones contra los extranjeros, pueden responder á este pregunta: cuando un foragido, un furioso, ó un loco frenético llegase á apoderarse del gobierno de un pueblo, deben todos los demás gobiernos tolerar y dejar que destruya á su salvo, que asesine sin piedad, y que traiga alborotadas diez años á todas las naciones vecinas?

Pero el remedio no nos vendrá sólo del exterior. La Providencia ha querido que al desenlazarse el drama sangriento de nuestra revolución, el partido tantas veces vencido, y un pueblo tan pisoteado, se hallen con las armas en la mano, y en aptitud de hacer oir las quejas de las víctimas. La heroica provincia de Corrientes tiene hoy seis mil veteranos que á esta hora habrán entrado en campaña bajo las órdenes del vencedor de la Tablada, Oncativo y Caaguazú, el boleado, el manco Paz, como le llama Rosas. ¡Cuántas veces este furibundo, que tantos millares de víctimas ha sacrificado inútilmente, se habrá mordido y ensangrentado los labios de cólera, al recordar que lo ha tenido preso diez años y no la ha muerto, á ese mismo manco boleado que hoy se prepara á castigar sus crímenes!

La Providencia habrá querido darle este suplicio de condenado, haciéndolo carcelero y guardían del que estaba destinado desde lo alto á vengar la República, la humanidad y la justicia.

¡Proteja Dios tus armas, honrado general Paz! ¡Si salvas á la República, nunca hubo gloria como la tuya!

¡Si sucumbes, ninguna maldición te seguirá á la tumba; los pueblos se asociarán á tu causa, ó deplorarán más tarde su ceguedad ó su envilecimiento!