días aquel animalito fue también el gato de la discordia. María lo acostumbró a ir a la cama y echarse encima de las cobijas. Horacio esperaba que María se durmiera; en¬ tonces producía, debajo de las cobijas, un terremoto que obligaba al gato a salir de allí. Una noche María se des¬ pertó en uno de esos instantes: —¿Fuiste tú que espantaste al gato? —No sé. María rezongaba y defendía al gato. Una noche, des¬ pués de cenar, Horacio fue al salón a tocar el piano. Ha¬ bía suspendido, desde hacía unos días, las escenas de las vitrinas y contra su costumbre había dejado las muñecas en la oscuridad —sólo las acompañaba el ruido de las mᬠquinas—. Horacio encendió una portátil de pie colocada a un lado del piano y vio encima de la tapa los ojos del gato —su cuerpo se confundía con el color del piano—. Entonces, sorprendido desagradablemente, lo echó de ma¬ la manera. El gato saltó y fue hacia la salita; Horacio lo siguió corriendo, pero el animalito, encontrando cerrada la puerta que daba al patio, empezó a saltar y desgarró las cortinas de la puerta; una de ellas cayó al suelo; María la vio desde el comedor y vino corriendo. Dijo palabras fuer¬ tes; y las últimas fueron: —Me obligaste a deshacer a Hortensia y ahora querrás que mate al gato. Horacio tomó el sombrero y salió a caminar. Pensaba que María, si lo había perdonado —en aquel momento de la reconciliación le había dicho: "Te quiero porque eres loco”—, ahora no tenía derecho a decirle todo aquello y echarle en cara la muerte de Hortensia; ya tenía bastante castigo en lo que María desmerecía sin la muñeca; el gato, en vez de darle encanto la hacía vulgar. Al salir, él vio que ella se había puesto a llorar; entonces pensó: "Bueno, ahora que se quede ella con el gato del remordimiento.” Pero al mismo tiempo sentía el malestar del saber que los 225
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Apariencia