remordimientos de ella no eran nada comparados con los de él; y que si ella no le sabía dar ilusión, él, por su parte, se abandonaba a la costumbre de que ella le lavara las culpas. Y todavía, un poco antes de que él muriera, ella sería la única que lo acompañaría en la desesperación des¬ conocida —y casi con seguridad cobarde— que tendría en los últimos días, o instantes. Tal vez muriera sin darse cuenta: todavía no había pensado bien en qué sería peor. Al llegar a una esquina se detuvo a esperar el momento en que pudiera poner atención en la calle para evitar que lo pisara un vehículo. Caminó mucho rato por calles os¬ curas; de pronto despertó de sus pensamientos en el Par¬ que de las Acacias y fue a sentarse a un banco. Mientras pensaba en su vida, dejó la mirada debajo de unos árboles y después siguió la sombra, que se arrastraba hasta llegar a las aguas de un lago. Allí se detuvo y vagamente pensó en su alma: era como un silencio oscuro sobre aguas ne¬ gras; ese silencio tenía memoria y recordaba el ruido de las máquinas como si también fuera silencio: tal vez ese ruido hubiera sido de un vapor que cruzaba aguas que se confundían con la noche, y donde aparecían recuerdos de muñecas como restos de un naufragio. De pronto Horacio volvió a la realidad y vio levantarse de la sombra a una pareja; mientras ellos venían caminando en dirección a el, Horacio recordó que había besado a María por primera vez en la copa de una higuera; fue después de comerse los primeros higos y estuvieron a punto de caerse. La pa¬ reja pasó cerca de él, cruzó una calle estrecha y entró en una casita; había varias iguales y algunas tenían cartel de alquiler. Al volver a su casa se reconcilió con María; pero en un instante en que se quedó solo, en el salón de las vitrinas, pensó que podía alquilar una de las casitas del parque y llevar una Hortensia. Al otro día, a la hora del desayuno, le llamó la atención que el gato de María tu¬ viera dos moñas verdes en la punta de las orejas. Su mujer 226
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Apariencia