—Y ahora ¿qué me dices? —le preguntó a los pocos ins¬ tantes tartando de esconder su asombro. Él la seguía mirando como a una persona desconocida y tenía la actitud de alguien que desde hace mucho tiem¬ po sufre un cansancio que lo ha idiotizado. Después em¬ pezó a hacer girar su cuerpo con pequeños movimientos de sus pies. Entonces María le dijo: "espérame”. Y salió de la cama para ir al cuarto de baño a lavarse la pintura negra. Estaba asustada, había empezado a llorar y al mis¬ mo tiempo a estornudar. Cuando volvió al dormitorio Horacio ya se había ido; pero fue a su casa y lo encontró: se había encerrado en una pieza para huéspedes y no quería hablar con nadie. X Después de la última sorpresa, María pidió muchas veces a Horacio que la perdonara; pero él guardaba el silencio de un hombre de palo que no representara a ningún santo ni concediera nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba encerrado, casi inmóvil, en la pieza de huéspedes. (Sólo sabían que se movía porque vaciaba las botellas del vino de Francia.) A veces salía un rato, al oscurecer. Al volver comía un poco y enseguida se volvía a tirar en la cama con los ojos abiertos. Muchas veces María iba a verle tarde en la noche; y siempre encontraba sus ojos fijos, como si fueran de vidrio, y su quietud de muñeco. Una noche se extrañó de ver arrolado, cerca de él, al gato. En¬ tonces decidió llamar al médico y le empezaron a poner inyecciones. Horacio les tomó terror; pero tuvo más inte¬ rés por la vida. Por último María, con la ayuda de los muchachos que habían trabajado en las vitrinas, consiguió que Horacio concurriera a una nueva sesión. Esa noche cenó en el comedor grande, con María, pidió la mostaza 231
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Apariencia