jarrón se había ido llenando silenciosamente y ahora de¬ jaba caer el agua con pequeños ruidos intermitentes. —Yo le prometí hablar... pero hoy no puedo... tengo un mundo de cosas en que pensar... Cuando dijo "mundo”, yo, sin mirarla, me imaginé las curvas de su cuerpo. Ella siguió: —Además usted no tiene culpa, pero me molesta que sea tan diferente. Sus ojos se achicaron y en su cara se abrió una sonrisa inesperada; el labio superior se recogió hacia los lados como algunas cortinas de los teatros y se adelantaron, bien alineados, grandes dientes brillantes. —Yo, sin embargo, me alegro que usted sea como es. Esto lo debo haber dicho con una sonrisa provocativa, porque pensé en mí mismo como en un sinvergüenza de otra época con una pluma en el gorro. Entonces empecé a buscar sus ojos verdes detrás de los lentes. Pero en el fondo de aquellos lagos de vidrio, tan pequeños y de ondas tan fijas, los párpados se habían cerrado y abultaban aver¬ gonzados. Los labios empezaron a cubrir los dientes de nuevo y toda la cara se fue llenando de un color rojizo que ya había visto antes en faroles chinos. Hubo un silen¬ cio como de mal entendido y uno de sus pies tropezó con un sapo al tratar de subir al bote. Yo hubiera querido vol¬ ver unos instantes hacia atrás y que todo hubiera sido dis¬ tinto. Las palabras que yo había dicho mostraban un fon¬ do de insinuación grosera que me llenaba de amargura. La distancia que había de la isla a las vidrieras se volvía un espacio ofendido y las cosas se miraban entre ellas como para rechazarme. Eso era una pena, porque yo las había empezado a querer. Pero de pronto la señora Marga¬ rita dijo: —Deténgase en la escalera y vaya a su cuarto. Creo que luego tendré muchas ganas de conversar con usted. Entonces yo miré unos reflejos que había en el lago y 243
Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/235
Apariencia