sin ver las plantas me di cuenta de que me eran favora¬ bles; y subí contento aquella escalera casi blanca, de ce¬ mento armado, como un chiquilín que trepara por las vér¬ tebras de un animal prehistórico. Me puse a arreglar seriamente mis libros entre el olor a madera nueva del ropero y sonó el teléfono: —Por favor, baje un rato más; daremos unas vueltas en silencio y cuando yo le haga una seña usted se detendrá al pie de la escalera, volverá a su habitación y yo no lo molestaré más hasta que pasen dos días. Todo ocurrió como ella lo había previsto, aunque en un instante en que rodeamos la isla de cerca y ella miró las plantas parecía que iba a hablar. Entonces, empezaron a repetirse unos días imprecisos de espera y de pereza, de aburrimiento a la luz de la luna y de variedad de sospechas con el marido de ella bajo las plantas. Yo sabía que tenía gran dificultad en com¬ prender a los demás y trataba de pensar en la señora Margarita un poco como Alcides y otro poco como María; pero también sabía que iba a tener pereza de seguir des¬ confiando. Entonces me entregué a la manera de mi egoís¬ mo; cuando estaba con ella esperaba, con buena voluntad y hasta con pereza cariñosa, que ella me dijera lo que se le antojara y entrara cómodamente en mi comprensión. O si no, podría ocurrir, que mientras yo vivía cerca de ella, con un descuido encantado, esa comprensión se for¬ mara despacio, en mí, y rodeara toda su persona. Y cuan¬ do estuviera en mi pieza entregado a mis lecturas, miraría también la llanura, sin acordarme de la señora Marga¬ rita. Y desde allí, sin ninguna malicia, robaría para mí la visión del lugar y me la llevaría conmigo al terminar el verano. Pero ocurrieron otras cosas. Una mañana el hombre del agua tenía un plano azul sobre la mesa. Sus ojos y sus dedos seguían las curvas que 244
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Apariencia