Página:Felisberto Hernandez. Obras completas Vol. 2.djvu/238

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plantas que se asomaban como sombrillas inclinadas y ahora no nos dejaban llegar la luz que la luna hacía pasar por entre los vidrios. Yo transpiraba por el calor, y las plantas se nos echaban encima. Quise meterme en el agua, pero como la señora Margarita se daría cuenta de que el bote perdía peso, dejé esa idea. La cabeza se me entretenía en pensar cosas por su cuenta: "El nombre de ella es como su cuerpo; las dos primeras sílabas se parecen a toda esa carga de gordura y las dos últimas a su cabeza y sus faccio¬ nes pequeñas...” Parece mentira, la noche es tan inmensa, en el campo, y nosotros aquí, dos personas mayores, tan cerca y pensando quién sabe qué estupideces diferentes. Deben ser las dos de la madrugada... y estamos inútil¬ mente despiertos, agobiados por estas ramas... Pero qué firme es la soledad de esta mujer... Y de pronto, no sé en qué momento, salió de entre las ramas un rugido que me hizo temblar. Tardé en com¬ prender que era la carraspera de ella y unas pocas pa¬ labras: —No me haga ninguna pregunta... Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me venían cerca de la boca palabras que parecían de un antiguo compañero de orquesta que tocaba el bandoneón: "¿quién te hace ninguna pregunta?... Mejor me dejaras ir a dormir...” Y ella terminó de decir: —...hasta que yo le haya contado todo. Por fin aparecían las palabras prometidas —ahora que yo no las esperaba—. El silencio nos apretaba debajo de las ramas pero no me animaba a llevar el bote más ade¬ lante. Tuve tiempo de pensar en la señora Margarita con palabras que oía dentro de mí y como ahogadas en una al¬ mohada: "Pobre, me decía a mí mismo, debe tener ne¬ cesidad de comunicarse con alguien. Y estando triste le será difícil manejar ese cuerpo...” Después que ella empezó a hablar, me pareció que su 246