Entonces, cuando supe que no podría prescindir de aquellos espectáculos y de que a pesar de ser tan imprecisos y actuar en un tiempo tan mezclado, tenían tan fuerte influencia en la vida que se dirigía hacia el futuro, entonces, empecé a ser otro, a cambiar el presente y el camino del futuro, a ser el prestamista que ya no pesaba nada en sus manos y a tratar de suprimir el espacio donde se producían todos los espectáculos del recuerdo. Tenía una gran pereza de sentir; no quería tener sentimientos ni sufrir con recuerdos que eran entre sí como enemigos irreconciliables. Y como no tenía sentimientos había perdido hasta la tristeza de mí mismo: ni siquiera tenía tristeza de que los recuerdos ocuparan un lugar inútil. Yo también me volvía tan inútil como si quedara para hacer la guardia alrededor de una fortaleza que no tenía soldados, armas ni víveres.
Solamente me había quedado la costumbre de dar pasos y de mirar cómo llegaban los pensamientos: eran como animales que tenían la costumbre de venir a beber a un lugar donde ya no había más agua. Ningún pensamiento cargaba sentimientos: podía pensar, tranquilamente en cosas tristes: solamente eran pensadas. Ahora se me acercaban los recuerdos como si yo estuviera tirado bajo un árbol y me cayeran hojas encima: las vería y las recordaría porque me habían caído y porque las tenía encima. Los nuevos recuerdos serían como atados de ropa que me pusieran en la cabeza: al seguir caminando los sentiría pesar en ella y nada más. Yo era como aquel caballo perdido de la infancia: ahora llevaba un carro detrás y cualquiera podía cargarle cosas: no las llevaría a ningún lado y me cansaría pronto.
Aquella noche, al rato de estar acostado, abrí los párpados y la oscuridad me dejó los ojos vacíos. Pero allí mismo empezaron a levantarse esqueletos de pensamientos
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