—no sé qué gusanos les habrían comido la ternura—. Y mientras tanto, a mí me parecía que yo iba abriendo, con la más perezosa lentitud, un paraguas sin género.
Así pasé las horas que fui otro. Después me dormí y soñé que estaba en una inmensa jaula acompañado de personas que había conocido en mi niñez; además había muchas terneras que salían por una puerta para ir al matadero. Entre las terneras había una niña que también llevarían a matar. La niña decía que no quería ir porque estaba cansada y todas aquellas gentes se reían por la manera con que la inocente quería evitar la muerte; pero para ellos ir a la muerte era una cosa que tenía que ser así y no había por qué afligirse.
Cuando me desperté me di cuenta de que en el sueño, la niña era considerada como ternera por mí también; yo tenía el sentimiento de que era una ternera; no sentía la diferencia más que como una mera variante de forma y era muy natural que se le diera trato de ternera. Sin embargo me había conmovido que hubiera dicho que no quería ir porque estaba cansada; y yo estaba bañado en lágrimas.
Durante el sueño la marea de las angustias había subido hasta casi ahogarme. Pero ahora me encontraba como arrojado sobre una playa y con un gran alivio. Iba siendo más
feliz a medida que mis pensamientos palpaban todos mis sentimientos y me encontraba a mí mismo. Ya no sólo no era otro, sino que estaba más sensible que nunca: cualquier pensamiento, hasta la idea de una jarra con agua, venía lleno de ternura. Amaba mis zapatos, que estaban solos, desabrochados y siempre tan compañeros uno al lado del otro. Me sentía capaz de perdonar cualquier cosa, hasta los remordimientos —más bien serían ellos los que tenían que perdonar a mí.
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