Todavía no era la mañana. En mi todo estaba aclarando un poco antes que el día. Había pensado escribir. Entonces reapareció mi socio: él también se había salvado: había sido arrojado a otro lugar de la playa. Y apenas yo pensara escribir mis recuerdos, ya sabía que él aparecía.
Al principio, mi socio apareció como de costumbre: esquivando su presencia física, pero amenazando entrar en la realidad bajo la forma vulgar que trae cualquier persona que viene del mundo. Porque antes de aquella madrugada, yo estaba en un lugar y el mundo en otro. Entre el mundo y yo había un aire muy espeso; en los días muy claros yo podía ver el mundo a través de ese aire y también sufrir el ruido de la calle y el murmullo que hacen las personas cuando hablan. Mi socio era el representante de las personas que habitaban el mundo. Pero no siempre me era hostil y venía a robar mis recuerdos y a especular con ellos; a veces se presentaba casi a punto de ser una madre que me previniera contra un peligro y me despertaba el instinto de conservación; otras veces me reprendía porque yo no salía al mundo; —y como si me reprendiera mi madre, yo bajaba los ojos y no lo veía—; también aparecía como un amigo que me aconsejaba escribir mis recuerdos y despertaba mi vanidad. Cuando más lo apreciaba era cuando me sugería la presencia de amigos que yo había querido mucho y que me ayudaban a escribir dándome sabios consejos. Hasta había sentido algunas veces, que me ponía una mano en un hombro. Pero otras veces yo no quería los consejos ni la presencia de mi socio bajo ninguna forma. Era en algunas etapas de la enfermedad del recuerdo: cuando se abrían las representaciones del drama de los remordimientos y cuando quería comprender algo de mi destino a través de las relaciones que había en distintos recuerdos de distintas épocas. Si sufría los remordimientos en una gran soledad, después me sentía con derecho a un periodo más o menos largo de alivio;
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