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RYMARKIEWICZ, Arturo MAXIMILIANO

Médico polaco, nacido en Cracovia en 1828, y al cual abatió la fiebre amarilla en Montevideo, cuando la terrible epidemia de 1857.

Pocas son las noticias que han llegado hasta nosotros, — y esas mismas contradictorias a veces — acerca de este “hombre de profundos conocimientos científicos y de una gran abnegación”, puestos al servicio de sus semejantes. La fecha de su nacimiento es distinta en publicaciones de la época, pero se consigna la que parece más abonada 1828 por ser la que está inscripta en la placa de mármol, recuerdo de su esposa y de su hija, que señala el nicho del Cementerio Británico donde se guardan sus restos.

Fué un emigrado polaco que interrumpiendo sus estudios en la patria, vino a continuarlos en París donde se graduó en medicina siendo muy joven, para luego pelear contra los austríacos, voluntario en el ejército sardo.

Triunfante la reacción en Europa encaminó sus pasos a la América del Sur y vino al Río de la Plata, residiendo primero en Montevideo, para trasladarse prestamente a la capital de la República Argentina, donde inició de inmediato actividades profesionales.

En Buenos Aires tomó estado, casándose con una señorita porteña, redactó un tiempo “Le Comerce”, hoja de publicidad escrita en francés y participó también en las actividades masónicas entonces en pleno auge.

La aparición de la peste lo halló casualmente en nuestra capital, pronto para regresar a Buenos Aires. junto a su familia; pero ante el cuadro de horror ofrecido a sus ojos por la falta de médicos y elementos de lucha, “el noble facultativo — se transcribe a Heraclio Fajardo — desistió de su viaje proyectado, porque sus sentimientos filantrópicos y los deberes de su profesión lo vinculaban a la infeliz Montevideo”.

Unido por lazos de la masonería a la benemérita Sociedad Filantrópica, entre los elementos de ella se consagró a sus nobles tareas humanitarias sin descansar un solo momento, y después de haber conseguido felices resultados con muchos de sus enfermos, él mismo contrajo el mal que puso fin a su vida el 30 de marzo de 1857 o sea al día siguiente de expirar el Dr. Vilardebó.

La memoria de este médico, cuya ejemplar abnegación jamás se sabría ponderar bastante — según palabras de un testigo de su sacrificio — estaba sin embargo totalmente olvidada después de algunos años y espera todavía la justicia histórica que, cuando menos, perpetúe su recuerdo en la capital, dando su nombre a una vía de tránsito condigna, por su importancia, del sacrificio de la vida que este noble extranjero rindió tan espontánea y tan gallardamente.

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