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mó en su taller, descubiertas las excelentes condiciones del joven oficial que también era aficionado pintor.

Los trabajos de platería ofrecían margen — en el siglo pasado — para realizar proezas de labor, especialmente en piezas de apero, vainas, mates y prendas camperas.

Su cincel acreditó con justicia la reputación de artista, ganada pronto y por muestras de orfebrería fué premiado en la exposición de París en 1878 y en la de Paysandú en 1880, donde presentó una espada artística destinada al general Santos.

Entre sus mejores cuños debe contarse el de la medalla del Gobierno uruguayo para les juegos florales del Centro Gallego de Buenos Aires en 1887.

Retirado de toda actividad profesional, falleció en la ciudad de Pando, nonagenario, el 25 de julio de 1929.


COSTA, ANGEL FLORO

Hombre político y publicista. Hijo de Jaime Costa, un antiguo piloto catalán y de María Barbosa, uruguaya, vió la primera luz en Montevideo el 18 de agosto de 1838.

Joven de inteligencia precoz y despejada, siguió cursos preparatorios y se bachilleró con ánimo de dedicarse a la carrera de médico. Su petición ante el cuerpo legislativo para obtener una beca de estudios en el extranjero, que no tuvo éxito, lo hizo dedicarse al derecho y recibió título de licenciado en jurisprudencia en 1862. A los dos años obtuvo en concurso la cátedra de geografía y astronomía en la Universidad y la regenteó hasta que, alterada la paz por la revolución de Flores en 1863, alejóse de Montevideo, pasando a ejercer la abogacía en Buenos Aires. Secundó en 1875 los trabajos revolucionarios que con el nombre de Reacción Nacional, trataron en vano de restablecer el orden constitucional en la patria, y en su opúsculo “La caída de la Gironda y el triunfo de la Montaña” flageló a los usurpadores del 15 de enero.

Espíritu inquieto, con preferencias científicas que duraron toda la vida, hizo ensayos de química al lado del profesor Pedro B, Arata y se interesó lo mismo por asuntos paleontológicos que por cuestiones de higiene y de finanzas.

Retornó a la República en 1878, en plena dictadura del coronel Lorenzo Latorre, pensando que sus consejos en materia política y hacendística podrían influir en las directivas del gobernador. Latorre, que odiaba y despreciaba a los “ideólogos” era hombre incapacitado — por opuesta naturaleza — para hacer liga con el doctor Costa, de modo que no habían transcurrido diez meses de su llegada cuando ya estaba otra vez en Buenos Aires.

Allí, diciéndose víctima de las per-

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