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Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad, para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraido la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general-que debe ser el único principio de la voluntad-; es decir, yo no debo obrar nunca mas que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. Aquí es la mera legalidad en general -sin poner por fundamento ninguna ley determinada a ciertas acciones-la que sirve de principio a la voluntad, y tiene que servirle de principio si el deber no ha de ser por doquiera una vana ilusión y un concepto quimérico; y con todo esto concuerda perfectamente la razón vulgar de los hombres es respeto la representación de un valor que menoscaba e amor que me tengo a mi mismo. Es, pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni como objeto del temor, a un cuando tiene algo de análogo con ambos a un tiempo mismo. El objeto del respeto es, pues, exclusivamente la ley, esa ley que nos imponemos a nosotros mismos, y, sin embargo, como necesaria en si.

Como ley que es, estamos sometidos a ella sin tener que interrogar al egoísmo; como impuesta por nosotros mismos, es, empero, una consecuencia de nuestra voluntad en el primer sentido, tiene analogía con el miedo, en el segundo, con la inclinación. Todo respeto a una persona es propiamente sólo respeto a la ley-a la honradez, etc.-, de la cual esa persona nos da el ejemplo. Como (la ampliación de nuestros talentos la consideramos también como un deber, resulta que ante una persona de talento nos representamos, por decirlo así, el ejemplo de una ley-la de asemejarnos a ella por virtud del ejercicio, y esto constituye nuestro respeto.

Todo ese llamado interés moral consiste exclusivamente en el respeto a la ley.