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cuya derivación del principio único citado salta claramente a la vista. Hay que poder querer que una máxima de nuestra acción sea ley universal:

tal es el canon del juicio moral de la misma, en general. Algunas acciones son de tal modo constitu das, que su máxima no puede, sin contradicción, ser siquiera pensada como ley natural universal, y mucho menos que se pueda querer que deba serlo.

En otras no se encuentra, es cierto, esa imposibilidad interna; pero es imposible querer que su máxima se eleve a la universalidad de una ley natural, porque tal voluntad sería contradictoria consigo misma. Es fácil ver que las primeras contradicen al deber estricto-ineludible-, y las segundas, al deber amplio-meritorio-. Y así, todos los deberes, en lo que toca al modo de obligar-no al objeto de la acción-, quedan, por medio de estos ejemplos, considerados integramente en su dependencia del principio único.

Si ahora atendemos a nosotros mismos, en los casos en que contravenimos a un deber, hallaremos que realmente no queremos que nuestra máxima deba ser una ley universal, pues ello es imposible; más bien lo contrario es lo que debe mantenerse como ley universal. Pero nos tomamos la libertad de hacer una excepción para nosotros-o aun sólo para este caso-, en provecho de nuestra incli!

nación. Por consiguiente, si lo consideramos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, el de la razón, hallaremos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber: que cierto prin