estaban fuesen muriéndose de inanición y de dolor.
Convocó á sus compañeros de armas y les expuso friamente la situación, la dura realidad.
—No podemos resistir y es preciso rendirnos. Nos entregamos á la muerte, porque ya sabemos que el inca no perdona, pero es justo morir, antes de ver á nuestras mujeres soportar esta angustiosa y extremada situación.
Los soldados, aunque no asintieron resueltamoute, bajaron la cabeza mansamente, convencidos de la lógica de ias palabras del jefe.
—Pero es que entonces —dijo uno, —será peor; porqua el enemigo entrará á saco y nuestras mujeres serán arrolladas por la soldadesca rencorosa del inca.
—Impongamos siquiera condiciones.
—Sí.
—Sí.
—Bien; enviaré un emisario al emperador. Le propondré que se permita y se respete la salida de nuestras mujeres con todos aquellos útiles y objetos que en sus brazos puedan conducir en su salida.
Quedó aceptada la idea del príncipe Vilcanota y aquella misma tarde, un ayudante del príncipe salió de la fortaleza pidiendo parlamento.
Y el inca aceptó. Precisamente el emperador, harto de perder gente inútilmente en el