como á vosotros mismos» había dicho Jesucristo, y sus prosélitos llegaron á ponerla en práctica entonces con tal abnegación, que llegóse á denominar «caridad cristiana» los actos de beneficencia desinteresada.
En los cuatro siglos posteriores perfeccionáronse las manifestaciones de la caridad; en Constantinopla se fundaron establecimientos especiales para viejos, huérfanos, expósitos y enfermos. Los magistrados ayudaban la obra del pueblo; Constantino el Grande, promulgó edictos especiales, é hizo donaciones del Estado, para instituciones de caridad.
En la Edad Media, á pesar de ser un poco obscura su historia, hay sin embargo, datos preciosos sobre el espíritu de asociación para ejercer las obras de beneficencia en medio de esa época de zozobra. Los sufrimientos de los que iban á las cruzadas, provocó la fundación de una casa de socorros á las puertas mismas de Jerusalem; los miembros que ejercían esta beneficencia, eran nobles de cada nación, que sacrificaban su vida y fortuna á favor de los desgraciados. Se llamaban «hermanos hospitalarios» y llegaron á tener, bajo el nombre de «caballeros de Rodas y después de Malta», demasiado poder y preponderancia, lo que les indujo en olvido de lo útil de su misión, empleando mal sus aptitudes y produciéndose su disolución siglos después.
Merecen ser recordados los «caballeros teutonicos», que dedicaban su salud y vida al cuidado de los leprosos, mientras que otras asociaciones se ocupaban de socorrer los peregrinos enfermos, etc. Cada nación recuerda los esfuerzos colectivos para aliviar los sufrimientos de la humanidad en esos siglos aciagos.
En todas las épocas, la mujer no ha permanecido indiferente á los sufrimientos ajenos; pero, su papel natural dentro del hogar y casi siempre secundario fuera de él; ha hecho que su cooperación, aunque eficaz, sea menos brillante que la del hombre; por eso, la historia sólo la recuerda de cuando en cuando. Ya en 1640 la encontramos formando asociaciones para dedicar su vida á aliviar la humani-