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El canto de las sombras


HORAS PROFUNDAS

Hablar de sobremesa con el antiguo amigo, de cosas de la patria, mientras arde la estufa, y a la dulce nostalgia de los momentos íntimos monótono se une el rumor de la lluvia.

Recordar los lugares por donde huyó la infancia, con esos pormenores propios de la inocencia en que siempre aparecen viejas enmarañadas y perros vagabundos que atraviesan la escena.

Y mirar las caritas infantiles que escuchan con las bocas abiertas, en sublime embeleso, la fábula temible de aquella loca bruja que vivía en la cueva detrás del cementerio.

Ver erguirse al abuelo con su bastón temblante y a través de una pausa, con jovial entusiasmo, evocar esos días entre mil ademanes tras un gesto que a veces desentierra el pasado.

Y escuchar sus relatos, porque él todo lo ha visto y todo lo conserva bajo esas hebras blancas, y después producirse el silencio contiguo en que el largo misterio de la impresión se ensancha.

Y se bajan los ojos y se arrugan los ceños, como si en el retiro de aquel instante mudo cada espíritu a solas le preguntara al tiempo por aquellas venturas que nos llevó del mundo.

¡Qué placer religioso, qué santo regocijo, cuando entre aquellos dulces, pálidos recordares, con sus lluvias aisladas, con sus vientos proscriptos cual también añorando, se prolonga la tarde!

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