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El canto de las sombras

cuando en el sentimiento de los ““nocturnos”” que extiende por las teclas la dulce Angela, al contemplarla creo que se estremece en el rincón sombrío de aquella estancia.

La acaricié de niña y en mi inocencia si había visto magos, la preguntaba; y al verla tan hermosa como mi madre subía a los divanes para besarla.

Después, no sé qué tarde, ¡pero muy fría! cuando murió en mis verjas la última dalia, al confesarle a solas todas mis cuitas adiviné en sus ojos una esperanza,

¡Hierática promesa, siempre latente en la quietud eterna de esa mirada que como la del ángel de los sepulcros, al más allá se vuelve desde una pausa!

A veces, en lo extremo de mis pesares, quisiera de las nubes arrebatarla, y por vivir más cerca tanta ternura volverla a este calvario de vida humana.

Pero después, en medio de mis bondades, mientras lloro lo eterno de la distancia, al Hacedor suplico por que la guarde y me resigno a verla desde la estampa.

Madre de aquella madre que tanto quiera, tan lívida y risueña, tan triste y blanca. Si es cierto que los buenos llegan al cielo, ¡ qué hermosa ha de estar ella con esas alas;

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