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la luz divina con que las Santas Escrituras iluminan el entendimiento del fiel sinceramente sometido, vivió como un cenobita asociándose á las meditaciones y á los estudios del guardian, y acompañando á la conmnidad en los oficios y en el refectorio. Se aficionó á la órden, á la regla y á el hábito de san Francisco.

A su vez amó en Colon el P. Marchena al hombre, como admiraba al cosmógrafo, al poeta, al jenio superior. Lo decimos sin temor, lo amó tanto mas, cuanto que siendo su confesor, pudo ver hasta el fondo de su conciencia que permanecia pura, cándida y llena de fé; sin embargo del atrevimiento, de la erudicion y la curiosidad del espíritu; porque contempló á sus anchas aquellos pensamientos, mas grandes que el universo; porque leyó como en un libro abierto las bellezas de su alma, que sin saberlo descubria al revelar sus culpas en el tribunal de la penitencia, admirándose de encontrar tanto saber unido á tanta humildad, pues las mas elevadas cualidades guardaban tal armonia en aquel hombre estraordinario, que mas parecia no poseer sino una sola: la que por escelencia se llama virtud. El franciscano reconoció en Colon las señales de un elejido de la providencia, y por eso se interesó en su destino con una voluntad, que no acabó sino con la vida.

Cuando Colon debió dejar el monasterio, el P. Juan Perez le dió una pequeña cantidad de dinero, y una carta de recomendacion para el prior de Prado, confesor de la reyna; personaje de importancia, cuya benévola mediacion le proporcionaria una favorable acojida. Comprendiendo que, á pesar de su noble oríjen, la cuñada de Colon, mujer del pobre Muliar, no podria en Huelva dar una educacion conveniente á su sobrino Diego, quiso encargarse por sí mismo el guardián de su enseñanza, y así bajo el techo del convento, con el pan, los vestidos, los libros y la caridad de la familia franciscana se mantuvo, se vistió y se instruyó en su tierna juventud el hijo de Cristóbal Colon.