peró un buen rato y al fin la sirvienta llegó, tratando desde lejos de conocer quién era.
Rohan dió su nombre, pero como la mujer, pecosa, de pelo rojo y revuelto, no pareciera haber entendido ni apellido ni lo que deseaba el visitante, se encogió ligeramente de hombros y extendió su tarjeta. Una puerta se abrió en el patio.
—Quién es?—preguntó impaciente una voz.
La sirvienta, mirando otra vez á Rohan al cruzar aquél, entregó la cartulina.
—Es Mercedes—se dijo Rohan.—Quisiera ver el gesto que hace.
Un momento después la curiosa mujer volvia, haciendo pasar á Rohan. La sala estaba fría, oscura y oliente á barniz de muebles.
Bien puesta, pero con una limpieza y orden excesivos, como sala costosa de gente no rica que tiene aquélla siempre cerrada para que "no se deteriore. A excepción de una vitrina y dos o tres pinturas de Mercedes, todo lo