los tira al azar en la maleta y en el cesto. Después de la confesión de Nicolás Serguievitch no puede quedarse un solo momento, ni sabe qué partido tomar.
—En esto no hay nada de asombroso—prosigue al cabo de un rato Nicolás Serguievitch—. Es una cosa completamente natural... Necesito dinero, y ella me lo niega. Todo lo que hay aquí procede de mis padres, todo. Ese broche era de mi madre. Pero mi mujer se apoderó de todo... Usted se hará cargo. Yo no la puedo llevar a los tribunales... Le suplico que me perdone... ¡Quédese!... Comprender es perdonar. ¿Se queda usted?
—¡No!—afirma Máchenka temblando, pero enérgica—. Déjeme que me vaya.
—¡No, no! Que Dios la bendiga—suspira Nicolás Serguievitch, sentándose en un banquito junto a la maleta—. Confieso que admiro a quienes saben aún indignarse y ofenderse. Me quedaría aquí una eternidad mirando su cara irritada... ¿De modo que no quiere usted quedarse? Lo correcto... esto no puede ser... es natural... pero ¿qué he de hacer yo? ¿Marcharme a una de nuestras fincas? Allí tampoco hay mas que dependientes de mi mujer. Todos, administradores y colonos, ¡que el diablo se los lleve!, no hacen mas que hipotecar y rehipotecar. ¡Bribones!
—¡Nicolás Serguievitch!—grita desde la escalera la voz de Fedosia Vasilevna.
—¿De modo que no se queda usted?—insis-