me ocurriera esto, mi mujer se aprovecharía de ello para casarse en segundas nupcias y engañar a su segundo marido. ¡Seria ella quien triunfara!... Lo mejor será dejarla viva. No me suicidaré, y en cuanto a él... no le mataré tampoco. Hay que buscar algo más razonable. Los castigaré con mi desprecio; entablaré un proceso de divorcio...»
—He aquí, señor, otro sistema más—prosiguió el dependiente, sacando otra docena de revólveres—; su originalidad está en el cerrojo...
Pero tomada por Sigaef la decisión de perdonar a todos la vida, el revólver ya no le hace falta. Entre tanto, el dependiente sigue mostrándole revólveres. El marido ultrajado se avergüenza de haberle hecho gastar en balde la elocuencia y el tiempo.
—Volveré más tarde... o mandaré a alguien—balbucea confuso.
No se atreve a mirar la cara del hombre, y siente la necesidad de comprarle algo para disimular su turbación. ¿Pero qué? Mira alrededor suyo buscando algún objeto barato, y fíjase en una red verde colgada junto a la puerta.
—Esto... ¿qué es esto?—le pregunta.
—Una red para cazar codornices.
—¿Cuánto vale?
—Ocho rublos.
—Envuélvala...
El marido ofendido paga los ocho rublos, coge la red y sale del almacén aun más ofendido que antes.