diente recomienda su mercancía y charla a todo trapo.
—Estos son ingleses; los hemos recibido hace poco; pero le advierto que no valen lo que los Smith y Wessor. Estos días un oficial ha comprado aquí un revólver de este sistema. Lo habrá usted leído seguramente. Disparó sobre el amante; pero el proyectil atravesó una lámpara de bronce y un piano; del piano dirigióse hacia un perrito, lo mató, y luego contusionó a su mujer. Fué un hecho brillante, que hizo honor a nuestra casa. El oficial está arrestado. Le van a juzgar y le mandarán a presidio. Nuestras leyes son muy atrasadas, y el tribunal está siempre del lado del amante. ¿Por qué? ¡Es muy sencillo! Los jueces, los jurados, el fiscal, el defensor, todos viven con mujeres ajenas, y se encuentran más tranquilos cuando en Rusia hay un marido menos. La sociedad desearía que todos los maridos fueran enviados a presidio. ¡No sabe usted lo indignado que estoy con las malas costumbres de hoy día! El amar a las mujeres de otros está tan admitido como el fumar cigarrillos o leer libros ajenos. Nuestro comercio decae de día en día. Esto no quiere decir que haya menos amantes, sino que los maridos soportan su situación con más calma. Temen sobre todo el escándalo, la justicia y el presidio.
El dependiente baja la voz y añade:
—¿Quién tiene la culpa? ¡El Gobierno!
«¡No veo la gracia de que me manden a presidio por un cochino!—se dice Sigaef—. Si